Hacía tiempo que no tenía un sueño como aquel. No eran esos sueños
normales en los que todo puede pasar; eran sueños que veía con una película
blanca, como si tuviera los ojos nublados. En ellos, él no era el protagonista,
sino un ser inconsciente que flotaba en el aire y que era espectador de todo lo
que ocurría.
Esta vez se trataba de una escena de lo más cotidiana. En un salón un
tanto austero, que contenía lo mínimo para ser identificado como tal, había una
chica viendo la tele. No era capaz de verle la cara. Su rostro estaba cubierto
por una película blanca, por una neblina que le impedía distinguir sus rasgos.
De pronto, escuchó un ruido seco y en la estancia apareció una mujer de mediana
edad que se sujetaba el pecho con ambas manos. A pesar de la falta de color de
la escena pudo observar que sus manos estaban manchadas por un líquido que se
escurría entre sus dedos y que, como pensó, debía ser sangre. La muchacha
sujetó a la mujer entre sus brazos, pudo ver su rostro desencajado por el
pánico, aunque sus rasgos seguían igual de inidentificables. Otro ruido sordo y
en la habitación entró un hombre que sostenía en alto un cuchillo cubierto de
sangre. Pudo ver como el hombre forcejeaba con la chica, también vio como éste
tropezaba y se golpeaba la cabeza contra una mesa. Vio gritar a la chica,
aunque la escena, excepto por los ruidos sordos anteriores, estaba carente de
sonido, quizás por esto se le heló aún más la sangre; también vio a la chica
salir corriendo, y sólo por un segundo pudo ver claramente sus rasgos, unos
rasgos que quedarían grabados en su subconsciente pero que el consciente no
lograría recordar hasta un tiempo después, a pesar de que él lo había
presenciado todo.
¡Pi, pi, pi, pi! ¡Pi, pi,
pi, pi! ¡Pi,
pi, pi, pi!...
El sonido del despertador se le clavó en los tímpanos impidiéndole al
consciente continuar su letargo. Así, Oliver se despertó sobresaltado aún por
lo que acababa de presenciar.
No era una persona común, eso lo sabía. Desde pequeño, Oliver había
visto cosas que después se habían hecho realidad. Esto lo había llevado a
encerrarse en sí mismo y no trazar lazos con otras personas de su alrededor.
Tenía miedo de lo que veía y, a pesar de que por la sociedad era considerado un
adulto, a sus veinte años, en el fondo era un niño que necesitaba ser
comprendido.
Como cada jueves, Oliver acudió a la consulta del psicólogo a la que
llevaba yendo desde los dieciséis años. Pedro, su psicólogo, le había dicho en
contadas ocasiones que lo que él veía mientras dormía no eran más que sueños y
pesadillas comunes, pero él no podía creer que todo aquello fuera sólo algo de
su subconsciente, puesto que las cosas que había visto habían ocurrido en el
futuro cercano más veces de las que podía recordar.
- ¿Qué te ocurre Oliver? Hoy
estás más apagado que de costumbre.
A pesar de que llevaba
quince minutos en la consulta, no había abierto la boca más que para decir
buenos días.
- Lo siento – respondió. – No he
dormido muy bien últimamente.
- ¿Otra vez pesadillas?
Oliver asintió.
- Si quieres puedo recetarte
otra vez esos calmantes para que puedas dormir mejor…
- No, – cortó Oliver
rápidamente – no hace falta.
Lo cierto es que lo que los calmantes hacían era que le fuera más difícil
abrir los ojos y despertarse cuando los sueños y pesadillas lo asfixiaban.
- Bueno, ¿quieres contarme el sueño de esta vez?
– preguntó Pedro.
- No han sido los mismos –
respondió un chico un rato después de que el hombre hubiera formulado su
pregunta. – El de hoy fue diferente, aunque me parece que ya lo tuve antes…
Oliver le relató a Pedro el
sueño. Su cara adquiría mayor palidez a medida que hablaba y era evidente el
miedo en sus ojos. Sin embargo, Pedro continuó con la misma expresión con la
que había comenzado la sesión.
- Oliver, no tienes que tener
miedo; ya te he dicho miles de veces que no puedes ver el futuro.
- Ya sé que usted no me cree,
pero entonces ¡¿cómo explica lo de mi madre?!
- Una desafortunada
coincidencia. Tú soñaste con una estación de tren y tu madre murió, arrollada
por uno, una semana después. Además, eso fue cuando tenías nueve años y el
sueño me lo contaste la sexta vez que viniste, cuando ya tenías dieciséis. Es
posible que tu subconsciente creara ese recuerdo para hacerte creer que podrías
haber salvado a tu madre. Incluso podría haberse tratado de un sueño posterior.
“Siempre me viene con esas. No hace nada por comprenderme. Lo único que
quiere es quitarme de la cabeza que puedo ver el futuro, que tengo visiones;
porque en caso de que fuera verdad, él estaría aún más aterrorizado.”Eso era lo
que Oliver pensaba a menudo y, la verdad era que no tenía muy claro por qué
seguía acudiendo a las sesiones en la consulta, quizá por mantener lo único que
había sido constante en su vida en los últimos años.
A decir verdad, después de soñar con la muerte de su madre en la
estación, fue corriendo a decírselo a su padre, pero éste le dijo que sólo había
sido una pesadilla. Tras la muerte de su madre, su padre cayó en una depresión
y siempre estaba bebiendo. El olor a alcohol parecía rezumar por los poros de
su cuerpo y no había quien sacara la peste de las habitaciones de la casa. Con
dieciséis años Oliver fue llevado a un centro de acogida, después de que a su
padre le quitaran la custodia por una de las palizas que le dio. El motivo de
esta, la única que podría haber estado un poco fundamentada, había sido que
Oliver le hubiera reprochado ignorarle cuando le había hablado de su sueño. A
causa de los golpes que recibió quedó muy magullado y algunas de las cicatrices
todavía adornaban partes de su cuerpo, a modo de un macabro recuerdo, un
recuerdo imborrable.
Ahora era casi un chico normal. Trabajaba como obrero en la ciudad y,
salvo porque le costaba relacionarse con sus compañeros, era bastante bueno en
su trabajo. Tenía mucha experiencia en algunos campos de la vida y en otros
cero, por lo menos en lo que a tratar con humanos normales se refería.
Cuando dejó la consulta de Pedro, bien entrada la mañana, decidió dar
una vuelta por el parque hasta la hora de inicio de su jornada de trabajo. No
le apetecía ir al apartamento que compartía con dos chicos más; uno, un otaku
que estaba todo el día en su habitación con el ordenador y los mangas y el
otro, un obseso de los coches que no solía estar mucho en casa, puesto que
pasaba todo el tiempo que podía en el taller de su tío. Lo cierto era que casi
nunca, por no decir nunca, habían tenido una conversación demasiado larga.
Compartían apartamento por las ventajas del alquiler, pero por lo demás, cada
uno se ocupaba de sus cosas: ordenar lo que desordenaba y limpiar lo que
ensuciaba. No es sano imaginar cómo estaría el apartamento entonces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario